DETRÁS DE LAS UTOPÍAS
¿Qué es una utopía? Una utopía es aquello que se percibe en
el horizonte y hacia donde uno enfoca su meta. Cuando creemos que nos
acercamos, esta se aleja. ¿qué es una utopía? Es algo que nos permite seguir
caminando, decía el gran Eduardo Galeano. Creo que la docencia es eso: un
oficio que nos permite caminar, un oficio que nos propone correr detrás de
utopías y en el camino sembramos flores de conocimiento, de todo tipo, que son
nuestros alumnos.
Cuando uno llega a estas instancias, cuando empezamos a
sentir el peso de los años y de los compromisos, la pregunta obligada salta en
nuestro pecho ¿qué hice de mi vida? ¿cumplí con las demandas de mi oficio?
¿cumplí con el mandato interno? ¿lo hice bien o lo hice mal? Ser docente,
siempre dije, lleva implícita una tarea que viene adherida al alma, al corazón,
y creo, no se trata de una cuestión de elección: el verdadero docente nace con
la impronta, con la vocación por la enseñanza y la dedicación, viene en su ADN
genético.
Mi infancia y mi adolescencia me soñaron un periodista. Soñé
con redacciones y con corresponsalías de guerra, quizás como producto de mi
amor por las historietas y los comics, donde los mundos lejanos y los países de
ensueño eran imágenes cotidianas. Las madrugadas me hallaron reclinado sobre
una mesa escribiendo, recortando, pegando, leyendo, pensando en los sueños de mañana.
Hice mía la noche y las utopías. La vida pasó volando y de la noche a la mañana
me encontré en un aula enseñando a mis alumnos. Tenía 19 años. No me di cuenta
en que momento la docencia entró en mí, solo estaba allí.
Los inicios fueron un sendero de lucha y de esfuerzos, de
equivocaciones y de aprendizajes. Aprendí a entender el sacrificio y la
dedicación como única forma de superación. Fui comprendiendo, involuntariamente
quizá, que nada se obtiene sin coraje ni actitud, y que las metas proyectadas
pueden acercarse o alejarse según nuestro compromiso. Caí y me levanté,
tropecé, trastrabillé, pero seguí en pie. Mis tobillos y piernas “melladas” me
decían que seguía caminando; eso me alentaba. Pude aprender, a través de los
años, que el equilibrio lleva su tiempo, que la experiencia requiere de caminos
equivocados pero asumidos, que las piedras pueden ser escalones y los muros
vallas que impulsen nuestro salto. “Donde hay resistencia, hay poder” decía
Foucault. Llegué a la conclusión que ser docente era un gran desafío.
Siempre sospeché
que ser docente tiene algo de visionario, de profeta, de constructor, de
sembrador. Que al iniciarnos abrimos el primer surco con semillas que no son
las mejores pero que nos enseñan que caminando hallaremos la más adecuada. Los
años nos darán la pauta de plantas más robustas y perennes. Cada reto será un
desafío, así caminaremos.
Maestros y
profesores hay muchos, educadores pocos. El educador que entiende el oficio
sabe que una caricia ante una mirada con rencor es un agradecimiento
inconmensurable; que depositar un sueño donde haya desesperanza es ayudar a
diseñar un futuro, que educar con una sonrisa muchas veces es más efectivo que
un cúmulo de fríos conocimientos machacados con presión. Creo que una pedagogía emancipadora hoy en el mundo
de la educación es indispensable, porque ayuda a inspirar a los estudiantes, a
estar saliendo permanentemente de cavernas como decía Platón.
Vivimos tiempos crueles en la docencia. Esta ha sido muy
bastardeada, difamada y ninguneada; vivimos tiempos en que importa más una
bella imagen que un buen educador. Esta sociedad consumista y fotogénica adora
los maestros pulcros y bien presentables e importa poco lo que llevan en sus
baúles; esta sociedad adora docentes dóciles y estereotipados por sobre
aquellos innovadores y dedicados que han dejados jirones de vida en las aulas.
Muchos sienten que el oficio agoniza, que el tiempo ya pasó.
Detrás van quedando
25 años de aprendizaje, de formación, de “querer ser profesor” como escribí
hace poco en un poema. Culmina una etapa importante de la vida y comienza el
tránsito por el sendero de una sola mano, el sendero de las preguntas. Un
docente nunca deja de trabajar. Siempre
afirmé a mis alumnos que no venía a hacer amistad sino a educar, a formar. Pero
debo reconocer que la docencia es una figura de la amistad. Ya lo decía
Nietzsche cuando afirma que debemos acercarnos al extraño y no al prójimo, al
próximo, al que tenemos al lado. Entonces entiendo que están cambiando mucho
los tiempos, que lo tecnológico es una realidad y que el aula tradicional ha
muerto. Ya no se sostiene hoy un vínculo docente – alumno como en años atrás.
Sobre todo, porque cualquier estudiante hoy, ya sabe más que un profesor,
porque tiene mayor capacidad de acceso a la información que circula, con lo
cual nos obliga a repensar cuál es la función docente. Creo que cada vez menos
tiene que ver con los contenidos y cada vez más con provocar un acontecimiento
educativo que es otra cosa, que es inspirar a que los estudiantes busquen su
propia transformación. Yo lo resumiría así: un docente es alguien que inspira a
que el otro se transforme. Un
docente y un estudiante mantienen una relación de poder y esa relación de poder
por suerte genera la mutua transformación y de alguna manera de lo que se trata
es de que esa diferencia se sostenga porque si no, el poder se vuelve abusivo y
entonces el docente termina disolviendo la otredad del alumno para conformarlo
de acuerdo a su propia expectativa. Un docente debe invertir su
tiempo más vivo en convertir a lejanos desconocidos en cercanos conocidos, en
compañeros, en colegas, en amigos. Sufrir, sentir y amar con la piel del otro, la
búsqueda constante de empatía es el camino. Y así, sin querer, un día descubrimos
que se ha pasado la vida y que, como la maestra del recitado de Landriscina,
dejamos parte importante de nuestra vida en estas aulas, en la mirada de los
alumnos, en la amistad de los colegas.
Cumplir
veinticinco es solo una cifra que muchas veces no describe todo lo que eso
encierra. Como educador, como docente
afirmo con orgullo que he transitado la senda, que he fatigado los caminos,
como decía Borges. Que encendí la docencia con iguales dosis de dedicación,
compromiso y sacrificio, no exento de errores. Que gran parte de esos años fueron
robados a obligaciones de padre, hijo, amigo y esposo. El amor a este oficio hizo que sacrificara
gustos y sueños. Sufrí ciertas decisiones y me alegré con otras. Renegué de
horas robadas al cariño de mis hijos, a la ausencia de mis manos en sus rostros,
a los abrazos a mi esposa, a las mesas compartidas, a las charlas con mis
ancianos padres. Asumo los vacíos y agradezco la comprensión. Un oficio ejercido
con amor necesita dedicación, tiempo y sobre todo eso, comprensión. Doy gracias
a la vida, a mis alumnos, a mis colegas, por estos años de aprendizaje; por
estos años de dedicación a la docencia que hacen que mis hijos sientan orgullo
por su padre. Mi maestra fue la vida, mi camino, la experiencia; mi “Norte”
aquellos que marcaron a fuego con su amistad y enseñanzas. Mi caminar hizo que sembrara
fértilmente el camino con flores y esperanzas, con errores perdonables y muchos
desafíos truncos, pero con la convicción de saber que mis alumnos recibieron en
su corazón, semillas de sueños, ansias de superación, deseos incontenibles de
conocimientos y de realización para que nunca más en la vida pudieran olvidarme.
He ahí mi mayor deseo. Gracias.
Fabián
Antonio Mancilla, 1 de noviembre de 2018